Checho
A Sergio Rojas
Él se encuentra asimismo
todas las tardes en una plaza
y reproduce en su cabeza
melodías de un piano desafinado.
Desde un banco le sonríe a los sueños
que bajan de un colectivo
porque la cordura lo acaricia como un niño,
y, con sus yuyos, vuela como los pájaros
o defeca las pesadillas en las estatuas
de líderes olvidados.
Por las noches juega al solitario
con palabras, silencios y perversidades
porque no encontró sus drogas
o sea, las miradas de muñecas en el bar.
El insomnio clavo el puñal de luna
en los ojos alcantarillados,
mientras la sonámbula noche
tiembla en su laberinto.
La euforia de su habitación
traga noticias y calendarios
con los rugidos de espartanos,
barbaros de Atila,
o melodías de pecadores,
y él ignora el ruido de las sirenas
que abren las cajas de pandora
para aspirar alegrías y penas del tiempo.
El delirio conversa con Miller o Artaud
o algún viejo resucitado
sobre los trópicos, las guerras
y las tramas de una sociedad
desabrigada de certezas.
Aparece la madrugada
y todavía anda luciendo la ebriedad
que lo salvo de las condenas del amor
y de las infidelidades de la esperanza.
El loco cree en las frases marcadas a fuego
que escribió como falso poeta o profeta
en su propio juicio de buey infante.
Sin embargo su breve decadencia
le puso una inteligencia de payaso,
lo convirtió en un anarquista de vida
que propone leyes para violarlas
porque su espontaneidad
es una piedra en el bolsillo
como las locas monedas de su histeria.
Su razón es ser un bicho de ciudad
que camina peatonales sin asentar cabeza
y sin dejar quieta su lengua de lagarto
al hablar por los codos
o al dejar un silencio confesionario
de mujeres, pecadores y locos.
Este noble salvaje sabe que las supersticiones
son consuelos en labios salitrosos
y con ellos morderá la manzana sagrada,
beberá el juego de la conciencia del amor,
y besara la sonrisa que lo despierte,
mientras tanto deja a su Dios
ajustando las tuercas del mundo.
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